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La Culpa: ¿cuándo nos destruye y cuándo nos hace crecer?

Los seres humanos tenemos la fuerte tendencia a juzgar la realidad en términos dicotómicos: Bueno/Malo; Justo/Injusto; Santo/Demonio… Pero lo cierto es que la realidad, la mayoría de las veces, escapa a esta categorización rígida, absoluta y (a menudo) superficial.

Y el concepto de culpa tampoco escapa a esta rudimentaria simplificación cuando la juzgamos como Mala o como Buena, sin términos medios. Ni nos molestamos en intentar contextualizarla ni analizar cada caso en concreto, con las diferentes variables que pueden hacer de la culpa un sentimiento positivo o negativo.

Pero antes de continuar, definamos qué es la culpa.

¿Qué es la culpa?

La culpa no es más que una alarma en nuestro interior que nos avisa que hemos transgredido una norma. Esta alarma o señal se manifiesta de diferentes maneras, pero podemos agruparlas en tres modos básicos: físico, emocional y mental. 1

  • Como sensación física lo hace a través de algún dolor corporal, sobre todo dolor de cabeza o sensación de opresión en el pecho (aunque dependerá de cada individuo en particular).
  • Como dolor emocional es ese sentimiento de dolor, desasosiego, arrepentimiento y agobio, que es típico del «sentimiento de culpa».
  • En su forma mental se expresa por medio de autoacusaciones y autoreproches.

Los más frecuente, sin embargo, es que estos modos se expresen de forma simultánea o sucesiva.

¿Qué son las normas?

Es el conjunto de pautas por las que cada individuo rige su conducta. Estas normas pueden ser distintas para cada individuo y dependen de muchas variables, como el medio social, la cultura, los padres y la educación que hayamos recibido. Pero, aun cuando puedan ser distintas para cada uno de nosotros, lo importante es saber que siempre nos regimos por un conjunto de normas para acutar y juzgar. Algunas de estas normas pueden ser conscientes o no.

Ejemplo de ellas son Los Diez Mandamientos, tan influyentes en nuestra cultura judeocristiana. Pero también existen códigos específicos de cada grupo social, lugar y época. Aunque, en general, son los padres y los educadores los que más influencia tienen en la formación del conjunto de normas particulares que de niño vamos incorporando. Es lo que Freud llamó Superyó.

Independientemente del contenido de cada código, lo cierto es que una vez que éste se ha incorporado, establece un sistema que garantiza su cumplimiento.

Podemos decir, entonces, que la culpa tiene tres componentes:

1• Una Norma que se transgrede.

2• El Culpador.Es el guardián de las normas, y cada vez que transgredimos alguna de ellas activa una señal o alarma que nos informa que la norma ha sido transgredida. 

3• El Culpado.Es el que transgrede la norma o código de conducta.

¿Dónde se encuentran estos tres elementos de la culpa?

En nosotros mismos.

Fíjate que el mecanismo de la culpa es éticamente neutral. Es decir, la culpa no es buena ni mala en sí misma. Lo que le otorga la cualidad de buena o mala (en adelante, funcional o disfuncional) dependerá de su contenido, de la manera de llevarla a cabo (su forma) y del tipo de diálogo que establezcan culpador y culpado.

¿A qué me refiero con el contenido? 

A la esencia de la norma. Pero aquí se impone una alcaración.

La norma puede ser funcional en esencia (contenido), pero su forma de satisfacerla puede ser disfuncional. También puede suceder que la norma en sí misma sea disfuncional, independientemente de la forma empleada para satisfacerla.

Pongamos un ejemplo.

Si yo he incorporado una norma que reza: «Hacer feliz a tus padres», la mayoría coincidiremos en que es una norma funcional (buena). Sin embargo, si mi modo de llevarla a cabo (su forma) es sacrificando mis deseos más profundos y cercenando mi realización personal, entonces cada vez que quiera satisfacer estos deseos o realizarme como persona sentiré culpa porque creo que la norma «Hacer feliz a tus padres» implica para su cumplimiento la anulación de mis deseos y mi crecimiento como individuo. Acabamos de entrar en la culpa disfuncional.

(Esta creencia errónea de la forma puede ser autoimpuesta o impuesta por otros. En el último caso, puede haber sido con buenas intenciones —aunque disfuncionales— o con malas intenciones, como es el caso de los manipuladores. Lo veremos más adelante).

Ahora pensemos no en una forma disfuncional de satisfacer una norma, sino en una norma que es ella misma disfuncional.

Por ejemplo, una norma que diga «Los deseos de los demás son más importantes que los míos», es disfuncional en su esencia: ¿Quién dice que debo anteponer los deseos de los demás por sobre los míos? Y aun cuando hubiera algún precepto «sagrado» que lo exigiera, ¿por qué tengo que ajustarme a él, cuando hacerlo atenta contra mi salud y mi integridad personal?. Esta norma no falla, como vemos, en la forma en que intentamos satisfacerla, sino en su esencia misma, en su contenido.

Las normas son cambiantes

Las normas, como tales, son necesarias: todos necesitamos pautas por las cuales regir nuestra conducta y vivir en sociedad. Sin estos códigos conductuales nuestra vida sería un caos, tanto a nivel personal como social.

Pero que las normas sean necesarias no implica que deban ser definitivas e inmutables. Esto es así porque las personas y las sociedades cambian a través del tiempo, y las normas deben adecuarse a dichos cambios para que preserven su condición de funcionales. De no hacerlo, de quedar anquilosadas en el pasado, se tornan disfuncionales, porque estaríamos tratando de regirnos por pautas que no se adecuan a nuestro actual estado evolutivo..

Sería como alimentar a un adulto con la misma dieta que la de un bebé, o jugar al fútbol con las reglas del basket…

Lo que en un contexto es funcional, en otro no lo es.

(Claro que hay normas cuya esencia puede ser válida más allá del tiempo y de un lugar específico, pero su forma debe adecuarse a la evolución de los seres humanos si queremos preservar su funcionalidad).

Por lo tanto, para que las normas sigan siendo postivias y nos ayuden a crecer (individual y socialmente), deben ser contextualizadas, flexibilizadas y darles más precisión.

Algunas preguntas nos ayudarán en esta tarea:

  • ¿En qué casos la norma es válida y en cuales no?
  • ¿Cuáles son sus excepciones?
  • ¿Cómo actuar ante cada excepción?
  • ¿Cuál es la esencia de la norma y cuál es la forma a través de la cual se la intenta aplicar?
  • ¿Cómo se puede respetar la esencia, adecuando la forma a la situación particular que se está viviendo?

Por ejemplo, la norma «Tratar bien a los demás» es inobjetable como expresión de deseos. Sin embargo, si voy caminando por la calle con un ser querido y un delincuente empieza a golpearlo para robarle sus pertenencias, ¿es funcional mantener un «buen trato» con este desconocido que atenta incluso contra la vida de mi acompañante? Salir en defensa de nuestro ser querido (aunque ello implique utilizar la violencia necesaria para impedir que el malhechor lo lastime) podría ser lo más justo en este caso particular. 

La norma «Tratar bien a los demás» , que como expresión de deseos está bien pero que en cuanto a su aplicabilidad es muy rígida, vaga y poco práctica para la experiencia humana, podría reformularse: «Tratar bien a los demás siempre y cuando esto no implique atentar contra mi integridad personal y la de otras posibles víctimas».

Por lo tanto, es importante distingir norma de expresión de deseos, porque tal distinción nos permitirá crear normas que realmente se puedan cumplir, componente fundamental de la eficiencia de una norma.

Pongamos otro ejemplo, el de la asertividad. Como expresión de deseos, la asertividad es loable, pero no siempre es adecuado ser asertivo.

Imagina un escenario algo diferente al anterior: vas caminado por un callejón a las tres de la madrugada…De pronto se te aproxima un tipo furioso y con gesto amenazador empieza a blandir un cuchillo a la altura de tu cara, exigiéndote que le entregues tu celular. ¿Le dirías?: «Señor, quiero expresarle que no estoy de acuerdo con su proceder a la hora de hacerme su petición; cuando usted blande ese elemento metálico cerca de mi rostro me siento incómodo, por lo cual le pido por favor que, al hacer su pedido, lo haga con respeto y educación…»

Lo más probable es que, con nuestra asertividad, terminemos empeorando la situación en vez de mejorarla.

Estos son claros ejemplos de precisar la norma, flexibilizarla y contextualizarla.

Culpa funcional

La culpa funcional es aquella que nos impulsa a crecer como personas. Es la culpa que resuelve; la que nos moviliza para reparar un daño que hemos hecho a alguien más, y si la reparación no es posible (puede que la otra persona haya fallecido o hayamos perdido contacto hace muchos años), simpre nos queda la disculpa sincera y el perdón como acto reparatorio, aunque sea en el plano simbólico.

Por ejemplo, si hacemos un daño intencional a otra persona y nos sentimos culpables, esto, lejos de ser perjudicial, es saludable y positivo, porque significa que hay un acervo de humanidad y de bondad en nosotros mismos que posibilita la activación del macanismo de la culpa, que en este caso me indica que he transgredido una norma funcional, que sería la de «No dañar intencionalmente a los demás».

Si, en cambio, al dañar intencionalmente a otra persona no nos sintiéramos culpables, esto sí que sería muy preocupante (y peligroso para los demás). Dentro de esta categoría de individuos peligrosos se encuentran los psicópatas y los narcisistas…

Si nos hemos hecho daño a nosotros mismos ya sea por ignorancia o por la causa que fuere, la culpa funcional resulta, de la misma manera, reparadora y altamente potenciadora, porque nos impele a no transgredir en el futuro la misma norma en vistas al daño que nos causó. Si podemos reparar el daño que nos causamos, lo hacemos. Si no hay tal posibilidad, tenemos el maravilloso recurso del autoperdón. De este modo, aprendemos la lección, corregimos lo que hay que corregir y crecemos como personas.

Culpa disfuncional

Es la culpa que tortura y que solo añade más sufrimiento. Es decir, no solo no resuelve el problema, sino que se convierte en un problema más

La culpa disfuncional puede deberse a:

1. Que la norma que «transgredimos» sea ella misma disfuncional (cuya esencia no promueva nuestro desarrollo individual ni social).

2. El hecho de desvirtuar las formas que adoptamos para poner en práctica una norma que es funcional.

3. El modo en que el culpador «avisa» al culpado de que ha transgredido una norma. ¿Es un lenguaje de reproches, descalificación y castigo, o es un lenguaje amable y respetuoso?

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Ejemplo de lo primero sería, en el caso de las mujer, una norma del estilo: «La mujer no debe estudiar». (Aunque te parezca un ejemplo vetusto y extemporáneo, en muchos países aún rige este tipo de normas, y legales…).

Esta «norma» no falla en su forma, sino en su núcleo: ¿por qué un ser humano tiene que ser privado de un derecho fundamental —como lo es la posibilidad de instruirse, adquirir habilidades y desarrollarse intelectual y emocionalmente a través del estudio— por su condición de género o de sexo? Sencillamente, esto es inadmisible para cualquier sociedad que se precie de ser civilizada. Ninguna «forma» puede tornar positivo o funcional un código que es, él mismo, perjudicial para nuestro crecimiento.

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Ejemplo de lo segundo sería, por ejemplo, una norma que dijera: «No debes abandonar a quien te necesita». Esto, en principio, no tiene nada de malo, y es encomiable como expresión de deseos.

Sin embargo, es una norma tan vaga, abstracta e inmutable que se presta a una cantidad enorme de manipulaciones y tergiversaciones.

A este respecto, recuerdo el caso de una paciente que el doctor Walter Riso describe en uno de sus libros:2

Juliana es una mujer que tiene una relación con Humberto, un hombre farmacodependiente. Además de ser amantes, son «socios» de una farmacia, que ella administra y él usufructúa.

Él es un hombre violento, perezoso y mujeriego que la insulta y la trata mal, además de exigirle que trabaje más horas en la farmacia.

Él no solo la esquilma económicamente, sino que le exige prácticas sexuales a las que ella accede aunque no lo desee, «Para no hacerle sentir mal» y lo justifica: «El padre lo abandonó cuando era apenas un niño y la madre nunca se ha preocupado por él…».

Cansada de los maltratos y humillaciones, decide consultar con el terapeuta en estos términos:

«Tengo que aprender a separarme de él…Pero es muy difícil…He intentado alejarme de él, pero la culpa me lo impide, me da mucha pena…Me siento responsable de él…Estoy tan cansada…»

Cuando Juliana recibió las primeras intrucciones por parte del psicólogo, empieza a aplicarlas, aunque con mucho miedo. De a poco va autoafirmándose ante las exigencias de él.

Cuado Humberto empieza a notar este cambio de actitud en ella, recurre a sus tácticas manipulatorias: vuelve a «caer» en el consumo de fármacos, y a ella se le dispara la culpa. Pero con la ayuda del terapeuta, logra evadir la trampa. Él da un paso más: le refriega una de sus amantes en la cara. Ella arde de celos, pero no cede, y así continúan las cosas, hasta que Humberto, que ve que su dominación sobre ella peligra, juega su mejor carta: recayó fuertemente.

Un día la madre de él la llama a las dos de la mañana desde la sala de urgencias suplicándole que lo «salvara» a su hijo, quien no hacía más que preguntar por ella… Fue demasiada presión. Finalmente, Juliana renunció al tratamiento y todo el progreso psicológico realizado hasta el momento se fue al traste. Pudo más el chantaje emocional.

Esta triste historia es un claro ejemplo de culpa disfuncional donde, a través de una hábil manipulación, se logra instaurar en la mente de alguien la «culpa» por «transgredir» una norma en principio positiva. La forma que el manipulador había impuesto en la mente de la mujer para satisfacer esa norma consistía en una lenta destrucción de la propia vida de ella.

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Por último, existe la culpa disfuncional que no tiene que ver con la norma (su esencia y la forma de llevarla a la práctica) sino con la manera en que el culpador le «avisa» al culpado de que ha transgredido un código, independientemente de la naturaleza de éste. 

Cuando el culpador da la señal de alarma al culpado en forma de reproches, descalificaión y castigos, entramos en el bucle de la autotortura: «Como transgrediste el código, te voy a torturar, no te voy a dejar vivir en paz…».

Así vamos generando, de manera inconsciente, un antagonismo feroz entre culapdor y culpado, creando una lucha donde el uno busca imponerse sobre el otro: cuanto más el culpador reprocha y castiga, más se resiste el culpado. Esta es la causa de las transgreciones crónicas y la rebelión sistemática.

La tarea de ambos es tomar consciencia de que son complemtentarios y «tripulantes del mismo barco». Deberán, de esta manera, ir desarmando el antagonismo que, en vez de impulsarnos hacia la mejora, solo nos genera más sufrimiento y empeora las cosas. Asimismo, debemos comprender que este antagonismo se debe, entre otras cosas, a la ignorancia del culpador de cómo expresar sus desacuerdos con el culpado.

La descalificación y el castigo son dos manifestaciones de esta ignorancia emocional a la hora de expresar un desacuerdo.

La descalificación consiste en confundir el impacto que un estímulo tiene sobre mí con lo que ese estímulo es: «Si me desagrada, es desagradable»; «Si me frustra, es malo»; «Si estoy en desacuerdo contigo, no sirves».

La otra creencia equivocada del culpador es confundir enojo con castigo y utilizarlo, además, como forma de enseñanza. Expresar enojo como enojo es que el culpador le diga al culpado: «¡Estoy enojado contigo porque quieres separarte ¡y además te exigo que no lo hagas!». Esto es enojo como tal.

El castigo, en cambio, se centra en el daño intencional: «¡Te torturaré mentalmente y no te dejaré en paz ni un segundo!». Cuando al castigo, además, se le atribuye la cualidad de enseñanza, se añade el: «¡Así aprenderás!».

Esto confunde al culpado porque lo que recibe son ataques que lo dañan y sin embargo le dicen que están enseñándole, lo cual producen en él desorganizaión y resentimiento.

Es por ello que a nuestro culpador debemos educarlo para que emita la señal de alarma en una forma amable y respetuosa al culpado. Éste, a su vez, es la parte que más sabe cómo poner en práctica los códigos de manera adecuada (porque es el que los ejecuta), por lo que deberá informar al culpador de sus necesidades.

Esta participación del culpado en la creación de normas en colaboración con el culpador, es un elemento importante para que baje su resistencia ante el aviso del culpador, porque siente que el código es, en parte, creación voluntaria suya, y no algo impuesto desde fuera.

Así, en un diálogo afectuoso y de mutuo respeto3, los dos pueden crear normas funcionales e instrumentar las condiciones adecuadas que nos permitan satisfacer dichas normas, teniendo en cuenta las necesidades del culpado y el respeto de las pautas interiores por las que ambos han aceptado regirse.

Una vez establecidas estas condiciones, cada vez que, por la razón que fuere, transgredimos una norma, el culpador nos avisará como un amigo cariñoso (en vez de un enemigo cruel) de la transgresión de nuestro culpado. De esta manera, la culpa se tranforma en un mecanismo de crecimiento y de madurez emocional.

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¡Muchas gracias! 🙂.

 

Liber Heffner

Referencias bibliográficas

1 Norberto Levy, La sabiduría de las emociones, Debolsillo, Buenos Aires, 2022.

2 Walter Riso, Cuestión de dignidad, Norma Editorial, Buenos Aires, 2005.

3 Norberto Levy, El asistente interior, Del Nuevo Extremo, Buenos Aires, 2015.

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